Populismo es un término que no forma parte del diccionario de la Real Academia Española (RAE) pero que, sin embargo, es de utilización muy frecuente en la lengua castellana.
Se trata de un concepto político que permite hacer referencia a los movimientos que rechazan a los partidos políticos tradicionales y que se muestran, ya sea en la práctica efectiva o en los discursos, combativos frente a las clases dominantes.
El populismo apela al pueblo para construir su poder, entendiendo al pueblo como las clases sociales bajas y sin privilegios económicos o políticos. Suele basar su estructura en la denuncia constante de los males que encarnan las clases privilegiadas. Los líderes populistas, por lo tanto, se presentan como redentores de los humildes.
El término populismo tiene sentido peyorativo, ya que hace referencia a las medidas políticas que no buscan el bienestar o el progreso de un país, sino que tratan de conseguir la aceptación de los votantes sin importar las consecuencias. Por ejemplo: «Sancionar a las empresas norteamericanas es una decisión propia del populismo, que tiene consecuencias nefastas desde el punto de vista económico», «El populismo de izquierda ha ahuyentado las inversiones y sumido a la población en la pobreza», «Quienes nos acusan de populismo son aquéllos que gozaron durante años de ganancias inmensas a costa de la pobreza del resto de la sociedad».
Cuando la noción de populismo se utiliza de manera positiva, se califica a estos movimientos como propuestas que buscan construir el poder a partir de la participación popular y de la inclusión social.
Del éxito al ajuste
Se sabe que los grupos populistas no conforman un conjunto homogéneo, sino que muestran ciertas diferencias notables en cuestiones políticas y económicas. Por otro lado, tienen muchos puntos en común que los opone a quienes no participan de su ideología, la cual se basa principalmente en la promoción forzosa del consumo y la distribución. En los años 70 y 80, no hubo experiencia populista regional que no atravesara cuatro fases bien diferenciadas: el éxito al inicio, los desbalances, la aceleración de los mismo y, por último, el ajuste.
En la primera de ellas no importa el proceder, ya que todo parece funcionar. Aumenta el empleo y el salario real, el efecto de la inflación parece desvanecerse y las políticas de tipo fiscal y monetario expansivo ven una reactivación. Se trata de momentos históricos en los cuales un país cree haber encontrado el modelo económico que realmente funciona para su pueblo, la revolución que todos estaban esperando y que cambiará para siempre su calidad de vida.
Pero todo esto tiene sus consecuencias. Es luego de esta etapa inicial que aparecen los desbalances: aumenta con más fuerza la tasa de inflación, crecen las deudas, aparecen los conocidos cuellos de botella externos (disminuye o se estanca el volumen de exportación pero aumenta el de importación) y se ve la caída de las reservas internacionales. Frente a dicha situación, el accionar del gobierno suele girar en torno a controlar los precios y los cambios, lo cual acarrea una inflación reprimida, entre otros males.
Seguidamente, en la aceleración de desbalances, crece violento el déficit fiscal y la necesaria emisión monetaria para su financiación, aumenta la falta de divisas a pesar de controlar los cambios (con la consiguiente devaluación de la moneda), comienza la caída de la demanda de dinero, empeora la inestabilidad de la inflación y disminuye el salario real, para citar algunas de las terribles consecuencias de la fase anterior.
Por último, el ajuste intenta rearmar el país, como si de un gran rompecabezas se tratara. Cabe mencionar que este proceso toma unos cuantos años y cada paso es el resultado de decisiones tomadas fríamente, a sabiendas de los riesgos que acarrean. El mundo actual hace que la duración y el impacto de cada una de las fases varíe con respecto a lo que nos enseña la historia de unas cuantas décadas atrás, pero el cuadro final es siempre el mismo.